miércoles, 14 de septiembre de 2016

Pero corres.

Me ahogo. Y tú, al lado sin inmutarte, mirando al vacío y haciendo cálculos de cuánto oxígeno necesitaría para sobrevivir mientras yo, ahogo un grito de auxilio.

Así fue el fin. Previsible desde el principio, desde el primer momento en el que me quitaste el aliento al atreverte a asomarte a mis precipicios. Pero nunca terminaste por lanzarte. Hiciste equilibrios por mis cables, pero sin nunca llegar al final, creando cortocircuitos, haciendo saltar alarmas que ignoré hasta que fue demasiado tarde.

Pensé haber visto algo, un atisbo de luz en algún momento del camino pero debió de ser tan sólo el reflejo de tu reloj. Ese cuyas agujas cada vez se movían más rápido, ese que guardaba cada vez menos tiempo para un “nosotros” y más para un “mejor sólo” y del que nunca dejaba de escuchar su ‘tic-tac’, a pesar de intentar ignorarlo.

Fuiste verano en invierno, primavera en mi pecho y ardor entre mis piernas. Caminaste con cautela entre las cenizas que dejaron tus predecesores, para acabar convirtiéndote en otro de mis destrozos.

Y ahora…¿ahora qué? Nos conformamos con empañar los cristales y acordarnos al final de la semana de que alguna vez fuimos grandes. Ahora corremos en direcciones opuestas, pero siempre en círculo. Siempre en bucle para acabar por volvernos a encontrar y rompernos un poco más.

No tenemos medida, y por no medir no medimos ni el alcance de nuestros daños. Daños colaterales de algo que nunca fue del todo y se ha quedado en nada. Daños que han causado de nuevo un paro cardiaco que un día tus labios combatieron a modo de desfibrilador.

Hoy, he pasado por delante de aquel bar y claro que me acordé de ti, pero llamarte ya ha dejado de ser una opción.

No hay comentarios:

Publicar un comentario