lunes, 26 de septiembre de 2016

Me ha contado la nostalgia...

Y entonces, vuelve a sonar nuestra canción. Sin esperarlo, sin prevención alguna la nostalgia aparece para oprimirme el corazón y tú, en mis pupilas dilatadas por la emoción.

Hacía tanto que no escuchaba esos acordes que olvidé lo que me hiciste temblar, lo que doliste y tu cicatriz. Fuiste uno de mis bucles favoritos y el que más me destrozó, pero sin embargo, de los pocos que repetiría una y otra vez a pesar de haber salido de él, de ti. Eres una cicatriz extraña, alguien que me dio alas para volar pero arrasó con el aire de mis pulmones.

Suena en modo bucle, como nosotros, nuestra canción (porque sí, siempre será nuestra) y las imágenes no cesan en mi cabeza. Imágenes de cuando nadie más existía, de cuando nuestro mundo se reducía a las cuatro paredes de tu habitación y a los acordes de alguna canción que me enseñabas con tu guitarra. Qué sencillo era todo en esas horas en las que nos hundíamos en el otro, en las que me dejabas adentrarme en tu muro de espinas, del que nunca llegué a salir ilesa.

Ya no dueles, es cierto, pero hoy la nostalgia se ha metido en mi cama y me ha susurrado al oído todo lo que creí haber olvidado. Me ha dicho que un día fuimos tan grandes que se nos quedó el mundo tan pequeño, que implosionamos y no quedaron más que nuestras cenizas; me ha contado que arrasamos con todo, que dejaste mil destrozos que me enseñaron que te quise como nunca a nadie.

Ya no dueles, pero hoy encontré entre los escombros una pluma que dejaste tras tu partida y he decidido escribirte.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

Pero corres.

Me ahogo. Y tú, al lado sin inmutarte, mirando al vacío y haciendo cálculos de cuánto oxígeno necesitaría para sobrevivir mientras yo, ahogo un grito de auxilio.

Así fue el fin. Previsible desde el principio, desde el primer momento en el que me quitaste el aliento al atreverte a asomarte a mis precipicios. Pero nunca terminaste por lanzarte. Hiciste equilibrios por mis cables, pero sin nunca llegar al final, creando cortocircuitos, haciendo saltar alarmas que ignoré hasta que fue demasiado tarde.

Pensé haber visto algo, un atisbo de luz en algún momento del camino pero debió de ser tan sólo el reflejo de tu reloj. Ese cuyas agujas cada vez se movían más rápido, ese que guardaba cada vez menos tiempo para un “nosotros” y más para un “mejor sólo” y del que nunca dejaba de escuchar su ‘tic-tac’, a pesar de intentar ignorarlo.

Fuiste verano en invierno, primavera en mi pecho y ardor entre mis piernas. Caminaste con cautela entre las cenizas que dejaron tus predecesores, para acabar convirtiéndote en otro de mis destrozos.

Y ahora…¿ahora qué? Nos conformamos con empañar los cristales y acordarnos al final de la semana de que alguna vez fuimos grandes. Ahora corremos en direcciones opuestas, pero siempre en círculo. Siempre en bucle para acabar por volvernos a encontrar y rompernos un poco más.

No tenemos medida, y por no medir no medimos ni el alcance de nuestros daños. Daños colaterales de algo que nunca fue del todo y se ha quedado en nada. Daños que han causado de nuevo un paro cardiaco que un día tus labios combatieron a modo de desfibrilador.

Hoy, he pasado por delante de aquel bar y claro que me acordé de ti, pero llamarte ya ha dejado de ser una opción.