martes, 27 de enero de 2015

Confesiones.

Siempre he sido alguien que se aferra a sus sentimientos con demasiada fuerza, me he abrazado a la última milésima de segundo que me quedaba de un beso y he vuelto con demasiada frecuencia a los recuerdos de algo, o más bien alguien, que me hizo tan feliz como para que sigan existiendo ciertas cicatrices. Sí, esas que cuando va a llover duelen. Quizá por eso he derramado tantas lágrimas por esperar que se cumpliesen mis expectativas, por creer que una brizna de lo que fuimos sigue en su interior, por esperar que cuando más lo necesito darán la mitad de lo que yo daría.
Pero entonces, me sorprenden con la tontería más grande, pero que para mí es el mundo entero y cobran sentido los minutos, los días, los meses o incluso los años de espera. Una llamada inesperada, un mensaje de ánimo cuando más lo necesitas y no has dicho nada, un abrazo por la espalda, un beso sorpresa en la mejilla... pequeños detalles que pueden parecer insignificantes y que sin embargo son los que más vida dan a mis días.

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